Buscar este blog

martes, 1 de enero de 2019

LA CÁRCEL DE SIERRA CHICA (1882-1941)
                                                     Autor: Cr. Adolfo Hipólito Santa María

                                   
  El 24 de agosto de 1880, el presidente Avellaneda presentó un proyecto de ley por el cual se declaraba el área de la municipalidad de Buenos Aires capital de la República; el 21 de septiembre de 1880, la Ley 1029 fue aprobada, y el 6 de diciembre, mediante un decreto del nuevo presidente Julio Argentino Roca, era promulgada. La sanción de esta a ley, dejaría a la Penitenciaría de Buenos Aires -inaugurada tres años antes- y a la Cárcel Correccional, en jurisdicción de la Capital Federal.
La Penitenciaría de Buenos Aires se inauguró en 1877, en un predio de 10 hectáreas, lugar denominado por aquel entonces barrancas del General Gregorio de Las Heras. El primer Director sería el doctor Enrique O’Gorman, con el cargo de “Gobernador Penitenciario”, nombrado el 11 de enero de 1877.
Cuando los presos ingresaban a la Penitenciaría, lo hacían engrillados, y en su interior se les quitaban los grillos, se los afeitaba y cortaba el pelo, luego se los bañaba, pesaba, y se les entregaba un uniforme azul de blusa, pantalón y gorro totalmente nuevos. Una vez ingresados perdían su nombre y se los identificaba por el número que llevaban pintados en el gorro, en la blusa, y en la parte delantera y trasera del pantalón; además se les advertía sobre las reglas de disciplina, silencio y castigo.


                      
                                        Penitenciaría de Buenos Aires

El establecimiento fue modelo en aquellos años para el mundo, contaba con diversas instalaciones: talleres, escuela, imprenta, panadería, fidelería, jardinería, hospital y una capilla. Se autoabastecían de casi todo lo necesario.
A pesar de ser considerada una cárcel de máxima seguridad, en diciembre de 1889 se produjo la primera fuga: el preso Fernández Sampiño escapó burlando a la seguridad, vestido de mujer, con la ropa que le ingresó su amante. A partir de esa fecha se sucedieron otras fugas, con éxitos dispares, pero quizás, la más recordada, ocurrió el 23 de agosto de 1923. Los reclusos, durante un año, cavaron un túnel de 60 centímetros aproximado de ancho en dirección a la calle Juncal.
Al atardecer, más de 50 presos llegaron al taller donde se fabricaban las escobas, lugar donde comenzaba el túnel. La fuga se desarrollaba de acuerdo al plan previsto y 14 presos lograron introducirse en el túnel y llegar hasta la salida; pero el preso número 15, de contextura muy robusta, en lugar de introducirse de cabeza lo hizo por los pies, situación que le fue dificultando el avance y retrasando la fuga de los demás. Al llegar, con mucho esfuerzo al final del túnel, fue visto por el guardia Roque Sánchez, quien apuntándole con un máuser lo obligó a introducirse de nuevo al pozo, bloqueando así la salida de los demás.
Otra versión cuenta que Hanz Wolff, así era el nombre del recluso, a poco de avanzar de ese modo por el túnel, quedó atascado sin posibilidad de moverse, frustrando el escape de los otros presos y ganándose para siempre el alias de “tapón”.
El lugar ocupado por la Penitenciaría, que en un principio se trataba de un descampado alejado del centro, comenzó a poblarse, y la gente del barrio con el correr de los años protestaba porque veía en la cárcel una amenaza a su seguridad y un trastorno para su vida cotidiana. En 1933, la Ley 11.833 ordenó la mudanza de la Penitenciaría, y 29 años más tarde la cárcel quedaría totalmente demolida.
La situación que impuso la ley de 1880 hizo que la legislatura de la provincia de Buenos Aires considere necesario construir una nueva cárcel. El 21 de junio de 1881, la Ley 1392 autorizó al gobernador Dardo Rocha a invertir 100.000 pesos "en hacer los estudios y presupuestos para la construcción de una cárcel penitenciaria en uno de los parajes de la provincia más apropiados para la fabricación de adoquines".
El lugar elegido para la nueva cárcel de la Provincia sería Sierra Chica, lugar distante 12 kilómetros de Olavarría, que cuenta con importantes yacimientos de granito.


Sierra Chica en 1879. Dibujo del coronel Manuel José Olascoaga, del libro Estudio Topográfico de la Pampa y Río Negro (1880). Foto A.G.N

  El diseño de la cárcel, al igual que la penitenciaría de la Capital, sería similar al panóptico ideado por el inglés Jeremías Bentham (1748-1832), una construcción donde los edificios puedan converger en un punto, con el propósito de controlar y observar a los presos desde un solo lugar. Si bien en Inglaterra el diseño de Bentham no tuvo mucho éxito, el mismo fue muy utilizado en el resto del mundo.
Al lugar elegido, la gobernación envió a Vicente Luna con un personal de diez picapedreros, veinticinco penados y treinta y cinco hombres de guardias a echar los cimientos de la nueva cárcel. Entre los primeros presos se encontraba Julián Andrada, el acompañante del legendario gaucho Juan Moreira, cuando éste fuera abatido en Lobos a finales de abril de 1874. Detenido y encarcelado en una cárcel de Mercedes, había logrado escaparse derribando una pared con pólvora que las visitas le habían llevado dentro de unos panes.
En un predio de 144 hectáreas, el 4 de marzo de 1882, se inauguró la cárcel de Sierra Chica, una pequeña y modesta construcción de piedra rodeada de un foso.


Primitiva cárcel donde fueron alojados lo primeros reclusos, que años después se convirtió en el gallinero de la cárcel (Foto A.G.N).
El 12 de enero, a poco de finalizar la construcción de la cárcel, Ángel Fredes, Hermenegildo Videla y Francisco Barbagelata, serían los primeros presos en fugarse.
El 24 de octubre de 1883 lo haría Fortunato Caravajal y Teodoro Navarro, siendo éste ultimado en la persecución. La misma suerte correrían Juan B. Pavia y Juan Ramos, el 31 de octubre de ese año, al intentar fugarse.
Los ensayos de canteras y calidades de granito fueron muy alentadores, pero la producción de adoquines, por la mala organización y administración irregular, hizo casi imposible la prosecución de los trabajos
Desde el 28 de marzo de 1882, hasta el 30 de septiembre del mismo año, se fabricaron tan solo 7.500 adoquines, con un gasto mensual en operarios de pesos moneda nacional de novecientos cincuenta con sesenta y seis centavos.
Como consecuencia del mal resultado obtenido, el Poder Ejecutivo provincial dispuso que el Comisario de Policía Pascual Uriarte se pusiera al frente de los trabajos, asumiendo el 1 de octubre de ese mismo año. El nuevo administrador, que muy poco después sería designado Director de la cárcel, organizó y aplicó un régimen muy severo de trabajo a los presos, logrando en enero de 1883 que la producción de adoquines por día alcanzara la cifra de 1229. Así demostró, no solo la posibilidad, sino también la conveniencia de explotar la fabricación de adoquines en el establecimiento. Poco después, la gobernación de la Provincia mandó suspender la explotación de las canteras, y dedicar el personal a la construcción de los pabellones.

A mediados de octubre de 1884 comenzó la construcción del edificio, y en 1886 se concluyó el primer pabellón, que le fue asignado el Nº3, y contaba con 74 celdas. La obra estuvo a cargo de la constructora Fiorini y Cía. y la dirección del ingeniero Aguirre.
Con la construcción del edificio comenzó también la del muro de circunvalación, que una vez finalizado alcanzó una longitud de 1200 metros y 6 metros de alto.
En 1888 se dictaron las primeras disposiciones del régimen interno de la Penitenciaría, reglamento que se aprobó el 22 de septiembre de ese mismo año.


                      
                       
Medio de transporte utilizado en la cárcel Foto A.G.N
  

 A finales de 1888 ingresaría a la cárcel el cura Pedro Nolasco Castro Rodríguez, condenado a prisión perpetua por uxoricida y filicida.
Había sido designado por el monseñor León Federico Aneiros, el 7 de julio de 1882, como cura párroco de la primera iglesia de Olavarría.



 El cura Castro Rodríguez y la primera iglesia de Olavarría, donde hoy se encuentra el Cine--Teatro Municipal. Foto del año 1901 del A.H.M.O.

  El cura había nacido en La Coruña, España, en 1844. Allí se ordenó muy joven como sacerdote, y poco después fue enviado por su congregación a Uruguay.
En el vecino país renunció a la fe católica y adoptó la anglicana, y a los 25 años se afincó en Buenos Aires, donde adhirió a la fe protestante.
En 1871 conoce en Buenos Aires a Rufina Padín, quien era hija de Estanislao Padin y Dorotea Chiclana y había nacido en 1847. De profesión costurera y de religión católica, como declara ser cuando bautiza a su hija María Petrona.
El 10 de noviembre de 1873, Pedro se casó con Rufina en una Iglesia metodista. En el barrio de la Boca, para poder vivir, puso con la ayuda de su esposa una escuelita primaria que tuvo una vida efímera.
Por un tiempo perteneció a la secta fundada por Castro Boero, y al retirarse de ésta, vivió con Rufina en el pueblo de Ranchos haciendo tareas rurales. En 1875, agobiado por su pésima situación económica, solicitó una entrevista con el cura párroco de Nuestra Señora de La Merced, Mariano Antonio Espinosa, donde le contó de su difícil situación y le solicitó ser nuevamente admitido en la Iglesia católica.
A pesar de su apostasía, Espinosa decidió darle entonces una nueva oportunidad, le envió a la Casa de Ejercicios Espirituales y terminó rehabilitándolo como sacerdote católico. En 1877 fue enviado como teniente cura a la ciudad de Azul.
El estado clerical no fue un impedimento al sacerdote para ser padre. El 24 julio de 1878 nació en Azul su hija María Petrona, bautizada en Buenos Aires el 14 de octubre de 1882 como hija natural de Rufina.
El sacerdote convivía discretamente con Rufina sin despertar sospechas entre los azuleños, y la situación se prolongó por un corto tiempo. Para evitar problemas y con la promesa que las visitaría, convenció a su mujer y a su hija de que se trasladaran a Buenos Aires.
Una vez que se instaló en la recién inaugurada primera iglesia de Olavarría, rápidamente se ganó la estima y el respecto de la gente del pueblo. Participó activamente en entidades y proyectos de bien público, fue uno de los fundadores y el primer presidente de la Sociedad Española de Socorros Mutuos de Olavarría, administrador del hospital provisorio establecido frente al Colegio del Rosario, y miembro del Consejo Escolar.
El 28 de julio de 1888, el sacristán de la parroquia, Ernesto Perín, se presentó en el Departamento de Policía de La Plata solicitando hacer una denuncia, y fue recibido por el comisario Carlos Costa.
La historia comenzó el 5 de junio, a las 17 y 30 horas, cuando el sacristán Ernesto Perín recibió a Rufina y María Petrona en la estación de trenes de Olavarría con la orden de llevarlas a la casa parroquial. En el recorrido las mujeres le ocultaron su parentesco con Castro y le contaron al sacristán que su plan era radicarse en la ciudad.
Madre e hija no ocultaron su alegría al ver al cura Castro, y esperaron que se fuera Ernesto Perín, quien fue el encargado de servirles la cena, para comunicarle al cura, entre llantos y abrazos, la decisión de quedarse con él para siempre. El Agente Fiscal Dr. Varela, en la acusación a Castro, de acuerdo a lo declarado por el acusado, diría:
“Que enseguida de cenar se retiraron al cuarto dormitorio que comunica con el despacho; que habiendo exigido la mujer Padín que a la fuerza quería quedarse allí y que no saldría de la casa aunque él la despidiera, tuvieron un cambio fuerte de palabras por lo que el exponente exasperado y viendo que la situación afligente en que lo ponía esta mujer, a la que había servido siempre de la mejor voluntad, a pesar de haberle probado por varias veces su mala conducta, y considerando en toda forma imposible la permanencia de esta mujer en su casa y encontrándose enteramente exasperado por esta misma causa, resolvió deshacerse de ella. (...) Que antes de ahora no había pensado deshacerse de su mujer porque no le estorbaba; que por el contrario, le escribía con frecuencia y la socorría con dinero y la hacía depositaria de sus economías. Que el suceso ha tenido como causa determinante el altercado de esa noche”2.
Muy enojado por el pedido de Rufina, Castro decidió salir de la casa, caminó un rato mientras se le ocurría como deshacerse de su mujer, cruzó la calle y se dirigió hacia la Botica del Siglo de Ventura Esteves, que se encontraba sobre la misma calle de la iglesia, entre la calle Belgrano y Dorrego, “entró a la farmacia, y paseándose un momento por allí, esperó que no lo viese nadie y sustrajo un frasco de atropina, un potente veneno. De vuelta a la casa parroquial, encontró que la mujer estaba todavía enojada, preguntándole si había salido a alguna cita amorosa, y le contesto que no: ‘a lo que he ido es a traer polvos de Tilo para calmar los nervios”.
  



Enseguida les indicó que se acostaran. Rufina lo haría en su cama, María Petrona en un sofá, y él se acostaría en la pieza contigua en un colchón en el suelo.
“Momentos después tomó un pedazo de pan, y sacándole la miga, puso dentro de ésta y bien cubierta, una cantidad de polvos de atropina, diciéndole ‘toma esto que te calmará los nervios’ y se lo hizo tragar dándole agua por repetidas veces”3.
Los efectos del veneno no se hicieron esperar, produciéndole a Rufina una gran excitación mezclada de gritos y movimientos violentos. Varias veces quiso sujetarla en la cama, pero viendo que los gritos seguían y alarmado ya por el miedo a ser escuchado, tomó un martillo y dándole dos golpes en la cabeza le dio muerte y la tendió a sus pies.
Los gritos de su madre despertaron a la niña María Petrona, que al ver la terrible escena intentó escapar, pero su padre la sujetó con fuerza entre sus brazos, le abrió la boca en medio de los gritos y llantos de su aterrada hija, y le hizo tragar el veneno directamente del frasco. Luego la oprimió fuertemente contra su pecho por un largo tiempo, hasta que exhaló su último aliento.

                            Rufina Padin y María Petrona.  Dibujo en diario El Mosquito

  En la mañana, dispuesto a buscar la forma de deshacerse de los cadáveres con visos legales, escribió una carta con nombres falsos y se dirigió a la casa del Dr. Guitarte en busca de un certificado de defunción pero no lo encontró en su domicilio. Intentó lo mismo con el Dr. Madrazo, a quien tampoco pudo hallar.
Resolvió ir a la municipalidad, donde habiéndole leído la carta al empleado Manuel Hartenfels, le contó que en el tren de la noche llegaría un cadáver cuya sepultura se le había encargado. Por último, en la carta, también se le solicitaba que efectuara un responso. Así fue como consiguió un certificado de defunción a nombre de Indalecia Burgos.
Con el certificado que le hacía falta, se trasladó a la casa del carpintero y, con la misma argucia de la carta, pidió que le hiciera para esa misma noche un cajón, recomendándole que este fuera bastante grande, pues se trataba de poner a una persona muy gruesa y el cadáver estaba descompuesto. El cajón fue dejado por el carpintero en la iglesia cuando él no estaba, y para poder hacerlo el cura le dijo que le dejaba la puerta de la iglesia sin llave.
El cura regresó de noche a la iglesia, llevó el cajón hasta el altar, y luego se dirigió al dormitorio a buscar los cuerpos. No tuvo fuerza para cargar el cuerpo inerte de Rufina, por lo que fue necesario arrastrarlo, y al hacerlo se dio cuenta que seguía manando sangre de su cabeza, así que decidió envolver la cabeza con una toalla. Metió el cuerpo en el cajón y regresó al dormitorio por el cuerpo de su hija.
Aun siendo el féretro más grande, los cuerpos no cabían fácil en el espacio disponible, y al tener que cerrar la tapa lo hizo con tanta fuerza que sin que lo advirtiera, porque se alumbraba con la luz de una vela, gotas de sangre quedaron en el cajón y en el suelo.
En la mañana solicitó un servicio fúnebre utilizando la misma historia del cuerpo que recibiría enviado por tren. Al retirar los empleados de la cochería el ataúd, notaron las manchas de sangre que se desprendían del cajón, dato que declararían tiempo después.
El cortejo partió hacia el cementerio, un carruaje llevaba el cajón y en otro iba el cura. Castro presenció la escena a distancia y se retiró una vez echada la última palada de tierra.
Al regresar a la casa parroquial, procedió a lavar lo mejor que pudo las manchas de sangre que habían quedado en el piso. Lavó también la toalla que había servido para cubrir la cabeza de Rufina y echó a la letrina los trapos y papeles que había utilizado para limpiar las manchas de sangre. A la mañana siguiente se presentó en la iglesia su ayudante, el sacristán Perín. Las manchas que éste vio en el piso de la iglesia, la desaparición de esas dos mujeres a las que había recogido en la estación y servido la cena, y el misterioso entierro le despertaron sospechas. Es entonces cuando decidió interpelar al cura por lo que había visto. Éste le respondió de forma violenta y con evasivas, provocando que Perín renunciara a su servicio a pesar de que Castro trató de disuadirlo por su aptitud.

El comisario Costa le creyó al sacristán, y después de realizar algunas averiguaciones entre los conocidos y parientes de las víctimas sobre su paradero, tomó la decisión de viajar inmediatamente a Olavarría acompañado del Dr. Aravena y el Comisario Massot.
En el trayecto decidió entonces telegrafiar a la comisaria de Olavarría, para que detuvieran al sacerdote. La orden se cumplió de inmediato, y el cura fue trasladado a la comisaría local.
Al llegar a Olavarría el Jefe de Policía se dirigió a la comisaría y comenzó con el interrogatorio. Le pidió al cura que le explicara la desaparición de Rufina en su propia casa. El cura contestó que había muerto de una enfermedad crónica del corazón que padecía, habiéndole dado un ataque en la noche de su llegada. –¿Y su hija Petrona?- agregó Costa. –También murió de la misma enfermedad- contestó sencillamente el cura.
Por más esfuerzo que puso Costa en el interrogatorio para que el cura confesara los crímenes, éste negó los hechos de los que se le acusaban. A las tres de la tarde se procedió a la exhumación de los cadáveres, en el cementerio se encontraban el Juez de Paz Dávila y los doctores Aravena, Madrazo, y el médico local Ángel Pintos. El Jefe de Policía presenciaba desde cierta distancia, teniendo a su lado al cura Castro. El desentierro, haciéndose con cuidado para sacar los restos en el mejor estado posible, duró un tiempo considerable. Mientras se realizaba la exhumación, el Jefe de Policía, con los datos que tenía, presionaba al cura una y otra vez con preguntas. En el momento en el que levantaban el ataúd le dijo al cura con acento enérgico: ¡Si Ud. se obstina en negarme el hecho, me pondrá Ud. en el caso de llevarlo a presenciar el horrible espectáculo de la exhumación de los cadáveres corrompidos de sus víctimas!4
La amenaza debió surtir efecto en la conciencia del cura Castro pues contestó conmovido: –¡Le pido me exima de ver el espectáculo, pues estoy pronto a declarar toda la verdad!5.
Aún después de confesar su crimen al Jefe de Policía, se resistió a entregar el martillo que usó para ultimar a su mujer. Contestaba con evasivas o no contestaba a las preguntas que se le hacían sobre el sitio en que ocultaba la herramienta. En un momento, el Jefe de Policía observó que al cura le preocupaba muy especialmente un rollo de cartas que le habían secuestrado, y se le ocurrió ofrecerle inutilizarlas en cambio de su declaración del paradero del martillo. -Bueno, señor- contestó el cura -traiga las cartas, quemémoslas aquí, y mande por el martillo que está depositado bajo el busto de San José que se destaca en el Altar Mayor de la iglesia-. En efecto, ahí estaba el martillo, y en seguida se quemaron las cartas una a una por mano del mismo cura sirviéndose de la llama de una vela.
Esas cartas eran cartas de amor que comprometían al cura Castro con una señora casada de la campaña. Mientras tanto, el frasco que contenía el veneno fue encontrado por José Grigera, en el terreno contiguo a la iglesia, después que el comisario Massot le dijo al cura, que si no le decía el lugar lo acusaría también por haber querido sobornarlo ofreciéndole 20.000 pesos para que no lo acusara.
En la sucursal del Banco de la Provincia en Azul, el cura tenía un depósito de 24.000 pesos, que según declaró, provenía de un giro que recibió el 30 de mayo de Buenos Aires, enviado por su señora Rufina Padín, quien lo tenía por orden del declarante en depósito; y además que proveyó siempre a la subsistencia de Rufina y a la educación de su hija María Petrona con una suma mensual de ciento diez pesos.
En el período de casi dos meses que estuvo en libertad después de los asesinatos, el cura Castro Rodríguez siguió celebrando misas y casamientos, bautizaba, confesaba a los feligreses y daba absoluciones. Vecinos contarían que vieron un cambio de ánimo en el cura, incluso algunos que lo vieron llorar, y cuando le preguntaban por qué estaba triste les decía que había fallecido su madre en su España natal justo cuando pensaba visitarla.
A las cuatro de la tarde del 30 de julio de 1888, salió de la estación de trenes de Olavarría el Jefe de Policía, el Comisario Inspector Massot y el Dr. Aravena llevando al cura a La Plata.
Antes de subirlo en el tren hacia La Plata, el Jefe de Policía le hizo quitar a Castro Rodríguez el hábito eclesiástico y lo obligó a vestirse con ropa sacado de un baúl.
En la estación, el cura fue objeto de manifestaciones de indignación que se fueron repitiendo en la estaciones de tránsito hacia La Plata.
Vestía, para la tarea de sustraerlo de las miradas, un sobretodo de color café oscuro, un sombrero chambergo cuyas alas gachas se dividían y un poncho echado al cuello.
En Azul no bastaron las fuerzas de la policía para contener la concurrencia que ocupaba la estación, ansiosa de abalanzarse sobre el criminal. En su impotencia pedía la gente a grandes voces: ¡que lo ahorquen, que le quemen, que le fusilen!
El caso del cura asesino tuvo una gran repercusión en el pueblo de Olavarría y también a nivel nacional. Esto hizo que un ministro anglicano, el reverendo Thompson, se presentara a la policía aportando algunos detalles sobre la vida anterior de Castro Rodríguez. Declaró que en 1870 se encontraba en un hotel de Montevideo, cuando se presentó un sacerdote católico manifestándole que deseaba ingresar a la Iglesia anglicana. Le aceptó la propuesta y lo invitó entonces a viajar a Buenos Aires con él. Allí lo alojó junto a un canónigo español, de apellido Real, que también había dejado el catolicismo poco tiempo antes y estaba tomando remedios porque se encontraba enfermo. A los pocos días de tener de compañero a Castro, Real le avisó a Thompson que se sentía mal y que había notado un sabor extraño en su bebida.
Convencido Thompson que algo raro pasaba, envió entonces a analizar el contenido de la botella al boticario Pedro Murray, y analizado el líquido éste determinó que tenía una porción de un potente veneno. Ante esta revelación hizo la denuncia policial, pero el comisario se rehusó a intervenir. La decisión de Thompson fue la de expulsar a Castro Rodríguez, y no tuvo más noticias de él hasta la difusión del caso de Olavarría.
El crimen del cura Castro Rodríguez también mereció la atención de los más destacados criminalistas de la época, los doctores Luis María Drago y Francisco Ramos Mejía, quienes lo visitaron en la prisión. Este último produjo, a pedido del Juez de la causa, un informe antropológico del acusado. La lectura de los informes nos permite descubrir la mentalidad de la época, influenciada por la doctrina positivista del crimen de Cesáreo Lombroso. En el informe lo describe de nariz larga y ligeramente encorvada, arcos superciliares extremadamente salientes, deprimida la frente, la apófisis zigomáticas bastantes pronunciadas, las orejas, simétricamente implantadas, carnosas y separadas de la cabeza.
Para Castro Rodríguez fue pedida la pena de muerte por fusilamiento (recordemos que recién en 1922 fue suprimida). Apelada la sentencia se lo condenó a prisión perpetua, pena que cumplió en la cárcel de Sierra Chica hasta su muerte en 1893. Estaba alojado en la celda Nº 13, casualmente el mismo número que indicaba la sepultura donde fueron enterradas, en el cementerio de Olavarría, su esposa y su hija.
Pasaba la mayor parte del tiempo en su celda, tejiendo en seda o en hilo o leyendo. El resto de los internos lo respetaba mucho por los consejos que les daba para intentar alejarlos del mal camino. Llevaba preso unos pocos años, cuando Castro Rodríguez y su compañero de celda intentaron fugarse de la prisión. Alberto Ghiraldo, de quien nos ocuparemos más adelante, nos cuenta en una de sus crónicas de Historia de un viaje al presidio de Sierra Chica, los hechos de esta manera: “Dicho compañero de celda era un presidiario en cuya mente habían penetrado las sombras. Una locura melancólica había hecho presa de este desgraciado y cuya manía más persistente la constituía una negación continua a tomar alimentos de ninguna clase. Al fin el caso llegó a un estado desesperante: la anorexia se apoderó de su cuerpo, temiéndose, por último, una muerte ocasionada por inanición.
Entonces, el fraile asesino tomó a aquel desdichado bajo su protección. ¡Fue un solicito amigo, le habló quién sabe de qué, tal vez de Dios! Y con empeño de curador físico y moral obtuvo una transformación en aquel trastornado(…). Desde ese instante el ex-maniático fue su compañero de celda. El cura Castro Rodríguez no había perdido su tiempo, desde ese día también el regenerado fue su cómplice” 6.
Y una noche, un celador percibió voces y ruidos en la celda número 13, y al mirar por la mirilla de observación los descubrió sobre un andamio improvisado con las tarimas de las camas; a Castro, valiéndose de un pequeño instrumento fabricado con una cuchara, mientras que su compañero recibía en un lienzo la mezcla que caía del techo de la celda, toda la escena iluminada con una linterna de vidrio improvisada con un frasco lleno de aceite de un calentador portátil. Dos meses hacía que habían iniciado la tarea de practicar un agujero de medio metro de diámetro en el techo de la celda, por donde pensaban fugarse. Habían conseguido horadar dos centímetros, le faltaban ocho para terminarlo.
La iglesia se mantendría abierta unos años más en el mismo lugar, a pesar de que al cura Bertolini le desagradaba mucho permanecer en la misma casa donde su antecesor Castro Rodríguez había cometido el horrendo crimen. El cura Bertolini diría de la iglesia: salón execrado (refiriéndose a la pérdida del carácter sagrado del lugar). Años después, el edificio de la capilla fue habilitado para comercios, y en el lugar hubo un café-bar y una concesionaria de automóviles, entre otros.
El 8 de julio de 1898 se inauguraría la nueva iglesia San José, en otro lugar.
El reconocido médico frenólogo salteño Dr. Benito Aranda, pidió la cabeza para someterla a mediciones y análisis. La cabeza, separada del tronco, fue enviada y conservada en formol y salgena.

                          Cráneo de Castro Rodríguez, foto publicada en la revista Caras y Caretas



                       Firma del cura Pedro Castros Rodríguez, en un acta de defunciones de 1882  



El 11 de agosto de 1897, sucedió un terrible crimen en San Nicolás de los Arroyos, provincia de Buenos Aires. La víctima Josefa Gorrochategui de Aguirre. El autor del asesinato José Antonio Goiburu, quien en ese año era el intendente de la localidad.
El intendente tenía una casa de bienes raíces y le administraba los bienes a Josefa Gorrochategui. El crimen cometido tuvo una gran repercusión, por tratarse de una figura pública muy conocida. Se cuenta, que una de las pistas que llevaron al descubrimiento del cuerpo de la fallecida, fueron las visiones que tenía uno de los hijos de la víctima, que estaba pupilo en el Colegio Don Bosco, donde veía a su madre en un pozo de la casa de la calle Lavalle, lugar donde vivía Goiburu y donde finalmente fue encontrado el cuerpo de Josefa. Después surgieron sospechas de haber asesinado a otros miembros de la familia envenenándolos, en casos que no habían sido resueltos.
Luego de declarado culpable, cumplió la pena en esta cárcel, donde hacía de buchón de los guardia cárceles, datos de los presos que anotaba en una libreta, y que se la dedicó al salir a uno de ellos. Falleció en Buenos Aires.
Goiburu en Sierra Chica


A la construcción del pabellón Nº3 le siguieron el Nº4, 5, 6, 1 y 2, en ese orden; posteriormente el circular A y el circular B, conteniendo juntos en 1929 un total de 536 celdas.


             Los presos construyendo los pabellones. Foto A.G.N.


      Vista de la cárcel  Foto A.G.N.

    Vista del interior de la cárcel Foto A.G.N.

  El primer Director del presidio fue Pascual Uriarte, designado el 5 de mayo de 1885, y concluyó su mandato el 22 de setiembre de 1887, cuando fue reemplazado por Ángel Falcón. Le siguieron: Ángel Videla (22/07/1888 a 21/10/1889), Miguel Costa (22/10/1889 a 12/03/1916), Cristino Benavidez (13/03/1916 a 24/01/1918), Fernando Anagoyte (25/01/1918 a 06/04/1926), Arturo Reynoso (07/04/1926 a 04/03/1929) y Juan B. Pereyra, quien siendo subdirector, quedó a cargo del presidio a partir del 4 de marzo de 1929, por fallecimiento de Reynoso, hasta el 29 de octubre de 1930, cuando asumió Adrián Borthagaray.
En 1896, Alberto Ghiraldo (1875-1946), abogado, periodista y político de ideas anarquistas, publicó en el diario La Nación, donde trabajaba, con el seudónimo de Marcos Nereo, varios artículos que titula Historia de un viaje al presidio de Sierra Chica. Allí narra los pormenores del viaje, detalles de la cárcel y la historias de los diversos penados que la ocupaban, usando por momentos el diálogo con ellos. Todos estos artículos los publicaría después en un titulado Sangre y Oro. En 1906 circula, en modo de folletín, en el diario La Protesta, que él dirigía.
A mediados de 1898, llegó exiliado a Buenos Aires, procedente de Italia, el abogado anarquista Pietro Gori (1865-1911), quien permaneció en nuestro país hasta 1902.
Durante su estadía dictó conferencias en diversas universidades, sociedades profesionales y asociaciones italianas, y llevó a cabo viajes de estudios a penitenciarias, incluyendo la de Sierra Chica. Afín a las ideas del positivismo criminológico, fundó la revista Criminología Moderna, la primera de ese tipo en el país. Sus reflexiones sobre el mundo penitenciario fueron publicadas entre abril y julio de 1899, y las visitas a Sierra Chica las tituló “Una visita a la penitenciaría de Sierra Chica”.
Con la compañía de Vucetich, quien además de colaborador hacía las veces de fotógrafo, comienza la primera crónica sobre la cárcel de Sierra Chica, publicada en la revista, de este modo: “Amigo sincero y huésped agradecido de la Argentina(…) Quiero cumplir este trabajo austero sin conceptos preestablecidos, sin afirmaciones apriorísticas, sin declaraciones inútiles. Positivista en el significado más sincero de la palabra, sé que la sola verdad, sea cual fuera (hasta la realidad del dolor) debe ser la estrella polar de toda indagación moderadamente científica. (…)La investigación carcelaria antropológica que empiezo en estas páginas, no es una vanidad de cronista diletante, con el objeto de proporcionar un pasatiempo malsano a lectores y cruel para los desgraciados (para nosotros los positivistas, la culpa es una desventura) que son seres humanos pasados en revista” 7.
Más adelante en el relato describe el paisaje y el edificio de la Penitenciaría, y nos introduce en su interior así: Entramos. A lo largo de los pabellones desfilan, con el semblante de cera, los ojos vidriosos de gente condenada al silencio y a la soledad, los penados, en sus vestimentas rojas, con el rojo birrete de la infamia en la cabeza.
Dejando aparte todas las demás consideraciones sobre la eficacia negativa de estas coreográficas divisas, puestas al delincuente en casi todos los países civilizados como estigmas de oprobio, me parece, ante todo, extraña esta preferencia por el color rojo para los uniformes de los reclusos de Sierra Chica.
Simbólicamente, ese color representaría la sangre con que se ha manchado la mayor parte de aquellos seres, y se entendería significar con él que este tipo sanguinario cava ahora el abismo entre los criminales y la gente honrada.
No es necesario observar que el color rojo de sangre es psicológicamente el menos aparente para acallar los recuerdos, los estímulos y delirios de estragos y de violencias pervertidoras del abismo de estos organismos anormales marcados por las injusticias de la naturaleza o de la sociedad con el sello trágico del delito.
Pero el símbolo fracasa ante los desastrosos resultados que él produce. Para gravar esta inhumana y contraproducente circunstancia del uniforme rojo por una imposición anticuada de la ley argentina, que recluye a los penados en los llamados aniversarios del delito durante treinta días, segregándolos en la senda aislada a fin de que mediten sobre las perversidades cometidas y se arrepientan, etc.
Nada, como se ve, de más ascético (según las antiguas tradiciones españolas de la inquisición) pero nada también menos científico y menos racional que esta especial disposición carcelaria. Poco después observa una misa en el penal y nos relata lo siguiente: “Nosotros habíamos asistido a la escena característica desde el pequeño corredor que, por una reforma inteligente, ideada por el actual Director, pone en comunicación entre sí los cuatro pabellones en el que están encerrados los penados. El altar ha sido erigido al fondo de una de las galerías centrales, los condenados estaban de pie militarmente alineados, con la cabeza descubierta, mudos, rígidos como estatuas, en el trágico hábito rojo, mientras de la ventanillas redondas descendía una luz mortecina y, de cuando en cuando, el reflejo de los relámpagos. A la voz del sacerdote, que resonaba lúgubre en las amplias ondas sonoras, parecía responder, desde la inmensidad lejana de la Pampa, el fragor del trueno”8.

                                         El altar en el pasillo

  En la segunda entrega que Gori titula Los Trabajos, pone todo su esfuerzo para explicar los beneficios de hacer trabajar a los presos, haciendo notar que tanto para los clásicos como para los positivistas, el trabajo actúa como un regenerador de los delincuentes.
Gori recorrió la cantera y la quinta, los talleres de herrería, carpintería y ebanistería.


                                Taller de herrería y carpintería

  En este último lugar entrevistó a un joven francés condenado por homicidio, “un joven que ha aprendido el oficio con pasión, allí en la triste casa, bajo la hábil dirección de otro condenado genovés que es un verdadero maestro en su arte”.
“Me acerqué afectuosamente al joven ebanista, preguntándole si tenía familia. Sí, doctor, me contesto el joven recluso, (…) tengo a mis padres en Azul, a mi madre, que me espera para dentro de unos años, le he escrito que me estoy haciendo cada vez más experto en el oficio. Antes no sabía hacer nada. Y una sonrisa iluminó su inteligente mirada. No sin conmoverme le auguré que pronto volvería entre los libres y honestos ya que lo reclamaban dos afectos purísimos: el trabajo y el de la madre”.
Las últimas notas las dedica al estudio de los penados, con una mirada siempre positivista, tratando de explicar, utilizando las nociones lombrosianas, la relación entre el criminal y sus características antropológicas.
“Una mañana que en compañía del Director y del Sr. Vucetich, volvía a proseguir estos estudios sobre los penados, al pasar bajo la ventanilla de una celda, oímos reír alegremente a los dos reclusos que se encontraban en ella, con motivo de los picantes detalles referidos por uno de ellos a su compañero, con la jactancia característica de las confidencias recíprocas entre los penados, sobre una violación llevada a cabo por él, en la persona de una mujer vieja.

   Interior de una celda del penal, coquetamente arreglada con mantillas y mosquitero

  Rogué al Director me permitiese interrogar a los desconocidos interlocutores, convirtiendo en un experimento de psicología carcelaria, la penitencia que el reglamento habría infligido quizá a ambos desgraciados.
Abierta la celda, los que adentro conversaban, calláronse súbitamente, asumiendo, a la vista del Director, la actitud respetuosa de los militares al toque de atención.
Naturalmente, el núm.10, un indio pequeño, de veinticinco años, nos negó lo que había narrado a su compañero, el núm.132, y lo que había negado también al Juez, a pesar de los testimonios fehacientes que habían determinado su condena a ocho años de presidio.
Habiéndose perdido el negativo, no puedo ofrecer a los lectores la reproducción de este curioso tipo de semisalvaje.
Casi se le podría tomar por una especie de mono si, a pesar de sus líneas antropoideas más bien que antropológicas, su palabra melosa no tuviese astucias increíbles en semejante monstruelo, con sus maullidos de gata en celo.
Otro tipo curiosísimo de degeneración monstruosa, es el número 240, argentino, condenado también por tiempo indeterminado, por haber asesinado alevosamente en la Pampa Central y con la ayuda de un peón que tenía, a un pobre vendedor ambulante a quien había ofrecido su hospitalidad, con el objeto de robarle.
Este condenado, de frente bajísima, zígomas prominentes, con escasos pelos en el mentón, presenta una mirada oblicua y torva, cuya ferocidad aumenta aún más la prominencia extraordinaria de los arcos superciliares. Cuenta de qué modo dio el primer golpe a la víctima, en la espalda, y luego el segundo y el tercero, cuando yacía ya en tierra, indicando también cómo hizo el registro para robarle el poco dinero que la víctima llevaba. Y todo esto sin el menor asomo de emoción o remordimiento.
Una de las naturalezas más monstruosas, moralmente, de la Penitenciaría, es sin duda alguna, el número 91 cuya fotografía tomamos y que ha sido recordado ya en una brillante publicación hecha hace unos años por Alberto Ghiraldo en La Nación.
El núm. 91 ha descendido por la escala de bajeza y de la perversidad, todos los grados del delito, desde el hurto hasta el salteamiento y el asesinato demostrando en sus múltiples delitos la precocidad resaltante que caracteriza a los monstruos morales.
Era apenas un niño cuando cometió los primeros actos de ferocidad; tenía quince años de edad cuando participó en el horrible asesinato que determinó la condena por tiempo indeterminado que hoy expía.
El hecho nos fue referido en sus más mínimos detalles por uno de sus cómplices, el núm. 90 de quien hablamos más adelante.
Gregorio Maldonado, tío del actual núm. 91, fue quién organizó el delito en compañía de algunos otros. Telmo el invencible, el famoso bandido de la época de Rosas, fue el capitán de la banda. Llegaron de noche a la casa de un vasco en Balcarce, donde el muchacho había podido constatar en un espiaje hipócrita de bombero, que había un buen golpe a dar.
En un instante, el pobre vasco, su mujer y sus tiernos hijos fueron sujetados por los bandidos y puestos en la imposibilidad de reaccionar. La casa fue desvalijada, y al salir, el pequeño bandido quiso demostrarse más sanguinario que sus propios maestros matando a cuchilladas al desgraciado padre, en presencia de sus hijos que gritaban horrorizados.
Castellanos —tal fue el nombre del núm. 91— es el tipo perfecto de aquella monstruosidad antropológica en la que toda vibración del sentido moral, o falta por completo desde el nacimiento por la atrofia congénita de los órganos aptos para producirla, o si existió en mínima parte, en estado embrionario, fue luego destruida totalmente con sus órganos rudimentarios por la malaria social en que se desarrollaron sus primeras actividades y por el contagio moral del ambiente en que vivió desde sus primeros años.
Pero por más grande que pueda ser, aún en el caso de este desgraciado, la influencia del factor social, el examen somático del condenado en relación con las circunstancias peculiares de su último delito, confirma una vez más las conclusiones de la antropología criminal que exige un estudio fisio-psíquico complejo y esmerado del delincuente, para que pueda establecerse en su entidad positiva, el factor individual del delito 9.
El número 91 de Sierra Chica, es un espantoso ejemplar de esta progenie a la que la naturaleza en sus reversiones inexplicables de vida y de muerte, dotó con una invencible sed de ajena sangre.”

Gori deja para el final de las crónicas sobre los penados, a un tipo de delincuente, que al igual que Alberto Ghiraldo, les denomina el gaucho malo, de él dice:

“El n°218, argentino, pertenece a esa clase de criminales peculiar en este país y que vulgarmente se conoce con la denominación de gauchos malos.
Es esta la categoría más numerosa de delincuentes que he encontrado en las cárceles de las provincias.
Antropológicamente no difiere mucho del gaucho normal este fiero y simpático beduino de la Pampa.
Lleva el rasgo de audacia que caracteriza a todos los hijos del desierto y en el fondo de sus ojos misteriosos habla la infinita melancolía de las llanuras sin límites.
Las degeneraciones orgánicas del gaucho malo no son tan profundas como para constituir una especie en la especie. La mayor parte de éstos está formada por delincuentes de hábito adquirido; muchos de ocasión, y algunos por pasión.
A diferencia de los cuatreros, que forman el verdadero bandolerismo propiamente dicho, sudamericano, los gauchos malos no deben a la naturaleza más que algunas predisposiciones aguzadas después por el ambiente, y el delito no es en ellos más que un producto mixto de su organismo y del ambiente.
El alcoholismo es la maldición del gaucho ya sea honesto o criminal. Él completa la última destrucción moral que la naturaleza, frecuentemente madrastra, había legado en embrión a ciertos organismos. Es esta la categoría más numerosa de delincuentes que he encontrado en las cárceles de las provincias.
Cuando han bebido, todos los gauchos son malos. He tenido ocasión de ver en la campaña Sud, a algunos ellos dulcísimos de carácter, hacerse de repente bestiales y feroces, bajo el influjo de los licores bebidos (…) El gaucho que lleva hoy el número 218 en Sierra Chica, es una reconstrucción típica de la clase; tiene treinta años y está condenado a presidio por tiempo indeterminado por salteamientos y asesinato. Hijo de padre alcoholista (sic) y de madre alcoholista (sic) también y fumadora, sintió desde muy joven una pasión por el vagabundaje aventurero.
Después de haber trabajado poco tiempo en las canteras de piedra del Tandil, se adiestró en el hurto de la campaña y de la calle, ejecutando su suicidio moral con el abuso de los alcoholes; a los veinte años fue condenado a una pena grave, con un activo de varios delitos de sangre y de rapiña10.
   
Foto del "gaucho malo"
                                              
  Dejamos para el final del estudio llevado a cabo por Pietro Gori, una muy interesante estadística de los presos que se encontraban en Sierra Chica en 1899, y es la siguiente:
“En el examen practicado sobre los reclusos de Sierra Chica (existen allí 387 penados, de los cuales 263 son argentinos, 65 italianos, 30 españoles y 29 de distintas nacionalidades) lo que más me ha llamado la atención a primera vista, es la preponderancia del tipo mestizo, debido a la cruza de razas propias de la Provincia de Buenos Aires. 220 de estos saben leer y escribir, los otros 167 son analfabetos y seguramente no saldrán mejorados, mientras la imprevisión administrativa de la principal provincia argentina, mantenga sin maestros ni escuelas la cárcel penitenciaria”.

En 1908 se cumpliría el esperado pedido del Director Costa, se creó la Escuela Elemental, asumiendo como director, Romeo A. Bugallo, puesto que ocupó hasta 1909, cuando se hizo cargo interinamente C. Continanza hasta fines del mismo año. El puesto quedó vacante hasta el 6 de abril de 1911, cuando asumió Armando López Claro hasta el 1 de junio de 1913. A él le siguieron: Rodolfo Elizagaray, del 11 de junio de 2013 al 31 de julio de 1915, quedando vacante hasta el 1 de febrero de 1916, cuando se hizo cargo Luis Pierrepont hasta el 25 de junio de 1921, y luego Julián R. Mogica.
En 1929 concurrían a la escuela 40 penados.

                          
                                             La escuela

En 1911, comienza la fabricación de adoquines y pedregullo; la fábrica fue instalada por Federico Lundberg y Otto Petersen. El 26 de marzo de 1912, el ingeniero Antonio Ongaro fue designado inspector, y como administrador el ingeniero Hjalma Asperín. En 1926, asume el cargo el ingeniero Juan P. Marelli.
En la fábrica de adoquines y pedregullo se ocupaban a 320 presos diariamente.


    Presos trabajando en la cantera. Foto A.G.N
   Presos trabajando en la cantera. Foto A.G.N


En 1914, el maestro de escuela de música Bartolomé Llompart, formó una banda de música. En 1929, tenía 44 ejecutantes y un repertorio de 157 piezas musicales.

                        
                                La banda de música. Foto A.G.N.
  Los presos trabajaban en el penal en diversas actividades y se distribuían las tareas de la siguiente forma: de 310 a 320 en la fabricación de adoquines y pedregullos; de 15 a 20 en el taller de carpintería; de 10 a 15 en la sastrería; de 8 a 12 en la herrería; de 10 a 12 en la fabricación de escobas; de 2 a 4 en la hojalatería; de 8 a 10 en el horno de ladrillos; 4 en la usina; de 20 a 30 en trabajos de albañilería y 35 a 40 en la quinta.
Sastrería. Foto A.G.N.

                                                        


 Sección peluquería
   



            1923: El presidiario Nº 22.  (Foto : A.G.N)

 En 1929, la guardia de la cárcel se componía de 3 oficiales, 4 sargentos, 8 cabos, y 82 guardianes.


    Guardia del penal. Foto Archivo Histórico Municipal de Olavarría.

 En 1922, habría estado un tiempo en la cárcel de Sierra Chica, antes de quedar preso en la cárcel de Ushuaia, el vecino de la ciudad de Azul Mateo Bank, acusado de haber cometido ocho asesinatos, convirtiéndose por aquel entonces en el mayor homicida múltiple registrado en el país. Si bien es cierto que hay versiones encontradas, en cuanto a si Mateo Banks estuvo o no preso un tiempo en  la cárcel de Sierra Chica, antes de ser condenado y enviado a la Penitenciaría de Ushuaia, los motivos por los que decidí incluirlo en esta nota son: una crónica  sobre Mateo Banks, del famoso periodista de homicidios del diario Critica, Gustavo Germán Palacios, que aparece en su libro El Hampa Porteña en la página Nº 27, y una foto de Mateo Banks en un reportaje que le hiciera la revista Caras y Caretas, que se encuentra en el Archivo General de la Nación, donde en el reverso hace mención que fue tomada en la cárcel de Sierra Chica. 


                                Documento de Mateo Banks

   Mateo Banks había nacido en Chascomús, al igual que sus hermanos María Ana, Dionisio, Miguel, Pedro, Catalina y Brígida. Era hijo de Mathew Banks, de origen irlandés, que había llegado a nuestro país en 1862 a la edad de 17 años, y de María Ana Keena, con quien su padre contrajo matrimonio en 1867.
En 1897, Mathew Banks compró una fracción de campo denominado La Buena Suerte, en las inmediaciones de la Estación Parish, y se radicó junto a su familia en Azul. Dos años después, sus hermanos Miguel y Dionisio, adquieren un campo contiguo, cuyo nombre sería El Trébol.
Mateo Banks aparentaba tener una buena posición económica, y participaba activamente en la vida social de Azul. Era presidente de la Liga Popular Católica, vicecónsul de Gran Bretaña, miembro del Consejo Escolar, representante de la agencia de automóviles Studebaker, militante destacado del Partido Conservador, y socio del Jockey Club de Azul, donde concurría seguido para participar del juego de naipes, su gran afición.
En 1911 fallecieron dos de sus hermanos Pedro y Brígida.
Por un tiempo Mateo estuvo radicado en San Luis, y allí contrajo enlace con Martina Gainza, regresando con su esposa a Azul en 1912. De este matrimonio nacieron sus hijos Mateo Franklin, Pedro, Jorge y Ana. Vivía en la calle Necochea 773, casa que hasta hoy se conserva en Azul con pequeñas modificaciones.
“El 11 de abril de 1922, Mateo Banks entra en el camino sin retorno y directo al más grande de sus crímenes: ese día presenta en la Municipalidad de Azul, tres certificados firmados por Dionisio Banks, en representación de Banks Hermanos, por los cuales se acreditaba la transferencia de 145 novillos, 700 lanares y 600 vacas. Posteriormente, los exámenes caligráficos probarán la falsificación de la firma de Dionisio y la autoría de Mateo Banks12.”
Un año antes, más precisamente el 8 de marzo de 1921, Mateo Banks había vendido a sus hermanos su parte en el condominio del campo La Buena Suerte, un total de 116 hectáreas que le pertenecían por herencia, y la consecuencia de esta venta sería que le quedaran nada más que un campo arrendado con algunos animales, su casa en Azul y un auto. Para poder sostener su buena vida, gozaba de un crédito del Banco Nación de la Sucursal de Azul, habiendo realizado la manifestación de bienes declarando como propias las hectáreas del campo que había vendido a sus hermanos, según se conocería después por un informe que presentara el banco el 19 de mayo de 1922.
El 16 de abril de 1922 viajó Mateo en tren junto a su hermano Dionisio hasta la Estación Parish, y allí se separó de su hermano para dirigirse a Los Pinos, campo que alquilaba.
Por la noche llegaría a El Trébol, donde vivía cuando visitaba el campo que alquilaba, junto a su hermano Miguel, su esposa Julia Dillon, su hermana soltera María Ana y el peón Claudio Loiza. En la mañana del 17 se dirigió a la estancia la Buena Suerte a pasar el día. Allí vivían su hermano Dionisio, sus hijas Cecilia, Sarita, Anita, y el peón Juan Gaitán y su hija María Ercilla. Por la tarde Mateo se entretuvo cazando y poniendo estricnina a los ratones.


    Estancia La Buena Suerte. Foto del expediente judicial.

  Por la noche regresó a El Trébol, llevando en el sulky a sus sobrinas Anita y Cecilia, mientras que Sarita se quedó en La Buena Suerte. La distancia entre las dos estancias era de solo 3 kilómetros. En la mañana siguiente prosiguió temprano con la caza de roedores, esperando el momento para comenzar a ejecutar su plan criminal. Cerca de las 9 y 30 de la mañana regresó a la casa, y aprovechando que no había nadie en la cocina, echó en la olla del puchero una cierta cantidad de estricnina que supuso sería mortal. Poco después se dirigió a la Buena Suerte, y bajándose allí de su caballo se puso a tomar mate con Dionisio y Sarita, sentados afuera de la cocina cerca de la puerta de acceso, y aprovechando el momento en que no había nadie en la cocina, entró y volcó en la olla del puchero una porción del veneno. Pronto volvió a El Trébol, ansioso por verificar lo ocurrido, y allí lo sorprendió su hermano para decirle “fuiste, vos, che, que pretendiste envenenarlos”.
Ante la sospecha y acusación de Julia y Miguel, se dio cuenta de que el plan de asesinar a su familia con veneno había fracasado, y decidió entonces exterminarlos a tiros con su propia escopeta.
Pronto regresó a La Buena Suerte en el sulky, y se sorprendió al ver que también todos gozaban de buena salud. En conversaciones con Dionisio, éste le dijo "que había tenido que tirar el puchero porque estaba muy salado”.
Permaneció allí toda la tarde, parte del tiempo en las casas y parte del tiempo cazando en el campo. Esperó que Dionisio y Sarita estuvieran solos, y siendo ya la entrada del sol, y en momentos que Dionisio pasaba de una pieza a otra, le hizo un disparo por la espalda. Dionisio cayó herido en la pieza, y sentado le dijo "cómo se te ha escapado, che, el tiro", pobre su hermano, no pudo ver lo que realmente estaba pasando.
La detonación hizo que su sobrina Sarita, que se encontraba cerca, comenzara a los gritos y pretendiera huir, Mateo la alcanzó y dando vuelta su escopeta le pega varios golpes con la culata en la cabeza, cayendo Sarita aturdida al suelo; la levanta, y la lleva hasta un pozo que había a diez metros de la casa y la echa adentro. Allí Sarita siguió gritando y Mateo decide entonces rematarla con dos disparos. Enseguida regresó a la casa y sacó de la última pieza un colchón, lo colocó luego al lado del cuerpo de Dionisio, y como pudo, ubicó a éste encima del colchón. Se quedó un rato con él, y después se trasladó a la pieza de Dionisio a esperar que regresara el peón Gaitán. Cuando lo vio venir, y en el momento que estaba desensillando en el galpón, tomó su escopeta que estaba arriba de la mesa en la pieza contigua y fue a su encuentro, esperó tenerlo cerca, y sin decirle una palabra le disparó, el peón solo pudo dar tres o cuatros pasos y cayó muerto al suelo.
Luego Mateo se dirigió a la casa, cerró las puertas de las habitaciones, y enseguida se fue hasta el palenque donde estaba atado el sulky para marchar hacia El Trébol.
A la estancia llegó alrededor de las veinte horas, en el galpón encontró al peón Loiza, y le pidió que lo acompañara a La Buena Suerte para que ayudara al peón Juan Gaitán, porque Dionisio se encontraba enfermo. Subieron los dos al sulky, y en el camino Mateo dejó a propósito caer el látigo y le ordenó a Loiza que se bajara a recogerlo, lo siguió también él, caminó unos metros, y cuando regresaba con el látigo en la mano le disparó. El peón cayó muerto en el acto.
Regresó a El Trébol, ató el sulky detrás del monte y del maizal, y a pie llegó a la casa donde Miguel y su cuñada Julia Dillón le preguntaron si quería cenar, él les contestó negativamente por temor a que lo descubrieran.
Se fue hasta su pieza, donde esperó a que todos se acostaran. Alrededor de las once de la noche se trasladó hasta la pieza de su hermana María Ana, y le golpeó la ventana para decirle que se levantara y lo acompañara hasta la Buena Suerte, porque Dionisio se encontraba peor. María Ana se vistió y salió de la pieza, juntos se fueron a pie hacia donde estaba atado el sulky, Mateo llevaba su escopeta de dos caños, y cuando habían recorrido unas dos cuadras y María Ana se encontraba un poco más adelante que él, le hizo un disparo por la espalda que le provocó la muerte sin poder decir palabra. Ahí la dejó y regresó a la casa, se acercó a la ventana del dormitorio de Miguel, donde golpeó y le dijo a Julia si le quería hacer un poco de té, porque se encontraba descompuesto.
Julia le contestó afirmativamente y Mateo se fue a su pieza. La esperó en la oscuridad, y cuando Julia vino a decirle que el té estaba hecho, desde adentro de la pieza le disparó. Julia dio un grito, pegó media vuelta, caminó unos pasos y cayó.
El disparo y el grito de Julia alertaron a Miguel, quien salió de su pieza y se dirigió a la de Mateo, y cuando estaba a unos dos pasos afuera de la puerta, desde adentro de la habitación le hizo un disparo y Miguel cayó sentado.
Mateo salió presuroso de la pieza, y para disimular disparó para el patio y se escondió entre las plantas. Herido Miguel logró levantarse, y caminando por la galería cuando se encontraba frente al cuarto de las chicas, se apareció Mateo en la oscuridad y le hizo un nuevo disparo que no fue muy preciso, porque Miguel siguió caminando y diciendo: "déjenme pasar, cualquiera que sea”, y se fue como pudo a su pieza.
Los ruidos despertaron a Cecilia, quien comenzó a llamar a la tía María Ana. Mateo la calmó y le dijo que se vistiera y saliera, que la tía estaba en el comedor chico. Cuando Cecilia llegó casi hasta la puerta de la pieza de Mateo, preguntó si estaba ahí, Mateo no le respondió y la dejó acercarse más, y cuando estuvo casi frente mismo a la puerta, a un metro más o menos de distancia, le disparó; Cecilia dio unos pasos para adelante y cayó gritando al suelo, retorciéndose de dolor.
Ahí la dejó morir. Después caminó hacia el monte donde estaba atado el sulky y partió a La Buena Suerte porque allí había dejado vivo a Dionisio.
Al llegar se dirigió a la pieza de Dionisio, y efectivamente comprobó que estaba todavía vivo, no dudó entonces en hacerle un disparo que le ocasionó la muerte de inmediato.
Cerró la puerta de la habitación con llave, y regresó a El Trébol. Fue directamente a la pieza de Miguel y vio que estaba agonizando, recostado en el respaldo de la cama; Miguel al verlo le pide desesperado que le llamara a su esposa Julia, y Mateo por toda contestación le hizo un disparo que le provocó la muerte instantáneamente. Siguió hasta su pieza, sacó ropa y procedió a tapar los cadáveres.
Para terminar con su incursión homicida solo le quedaban las niñas Anita Banks, de 5 años, hija de Dionisio, y María Ercilia, de 4 años, hija del peón Gaitán, pero Mateo no las mató, las llevó a una pieza y allí las encerró.
Luego se dirigió en el sulky a la casa del médico de la familia, Rafael Marquestán, que quedaba a unos 5 kilómetros de La Buena Suerte, para comunicarle que acababa de matar a Gaitán, porque habían asesinado a toda su familia y que necesitaba que lo trasladara en el auto hasta Azul. Le mostró el agujero en un botín que según él le había hecho el peón Loiza, y le dijo: "Esos asesinos Gaitan y Loiza, vamos Rafael, apúrate, después te voy a contar en el camino todo, dame por favor un pedazo de galleta y un poco de caña, tengo hambre, desde ayer a las doce estoy sin comer (...) esos infames intentaron envenenar la comida”.
En el trayecto, Mateo le mostró la escopeta a Marquestán y le dijo: "Te la regalo Rafael, no voy a tirar más tiros, en la vida de Dios voy a tirar más tiros”.
El médico le aconsejó a Mateo que dé aviso a la policía, ya que le tendrían que hacer las respectivas autopsias a los cadáveres, a lo que Mateo le contesto: ¡Autopsia, yo no creo que sea necesario che!
Al llegar a Azul, Mateo se presentó en la casa del dirigente conservador y abogado, Agustín J. Carús, para contarle su versión de los hechos, pero éste se negó a representarlo, la actitud del abogado fue la inspiración para el tango Dr. Carús, creación de M. E. Montes de Oca.


                                                     Portada de la partitura del tango 
                            
                                         Un verso del tango dice:
                                                                             Qué ojo el del Doctor Carús
                                                                                 En el asunto de Banks
                                                                              Que más listo que una luz
                                                                              Escudriñó al criminal.

  Luego de hablar con el abogado, desde su casa encargó por teléfono que le llevaran siete ataúdes a la estación Parish.

         Los siete ataúdes con las victimas adentro . Foto del expediente judicial. 
Después se dirigió a la comisaria para hacer la denuncia.
Así comienza el expediente, de la Causa Nº1587, a cargo del Juez Dr. G. M. Illescas, 19 de abril de 1922. Primera declaración de Mateo:
"En la ciudad del Azul a los diez y nueve días del mes de Abril del año mil novecientos veintidós, siendo las ocho horas, se presentó a ésta Comisaría de Policía un vecino hacendado del cuartel quince de nombre Mateo Banks, de apellido materno Keena, argentino, de cuarenta y ocho años de edad, casado, con instrucción, y con domicilio en esta Ciudad, calle Necochea N°773, dando cuenta de un asalto, manifestando que anoche, entre las 20 y 22 horas, sus peones Juan Illescas ó Gaitán y Claudio Loiza ó Pereyra (a) "El cabo negro" habían asaltado las estancias denominadas “El Trébol" y "La Buena Suerte" propiedad de sus hermanos Miguel y Dionisio Banks, y que a tiros de escopeta habían sido muertos estos dos últimos, Julia Dillon de Banks, Ana María Banks, Cecilia Banks, y que ha desaparecido Sara Banks, de once años de edad. Al mismo tiempo manifestó que a su vez él había dado muerte a Gaitán y que creía haber herido a Loiza, pero que a pesar de ello, huyó, El denunciante dice que esos mismos sujetos, en el día de ayer, intentaron envenenar a las familias por medio de una sustancia tóxica en la comida. EI Sr. Banks venía a constituirse en prisión, haciendo a la vez entrega de la escopeta que utilizara, calibre diez y seis, fuego central, de dos caños. Como medida de prevención, se procede a detener é incomunicar a Mateo Banks, en virtud de haberse declarado autor de homicidio en la persona de Juan Gaitán ó lllescas y lesiones a Claudio Loiza ó Pereyra (a) "El cabo negro", manteniéndose en depósito el arma expresada a los fines de la investigación. Enseguida se puso el hecho en conocimiento de los señores Juez del Crimen Don Gualberto M. Illescas y del Jefe de Policía, al primero verbalmente y al segundo por despacho telegráfico urgente”13.
Ese mismo día quedarían detenidos como sospechosos Mateo Banks, Santos Blando -un colchonero que había estado trabajando en esos días el campo- y Juan Gaitán (hijo).
Hecha la denuncia, una comisión policial se trasladó al lugar del hecho en las inmediaciones de la Estación Parish, partido de Azul. “Así llegados a la Estancia denominada “La Buena Suerte", con un tiempo nublado y a ratos lluvioso, observamos el paraje en completo silencio y sin que nadie viniera a nuestro encuentro para recibirnos. Ello nos dio la impresión, por tal soledad, que algo grave allí habla ocurrido".
En la inspección ocular realizada se encontró el cadáver de Sarita Banks dentro del pozo, que había declarado Mateo como desaparecido, pero no el cadáver de Claudio Loiza, dada la distancia a la que había sido asesinado.
El 23 de abril Mateo decidió hacer una nueva declaración, en la misma dice que: "desde el primer momento tuvo el firme propósito de manifestar a S.S. la verdad de los hechos en que intervino; pero el horror que le causaba su actuación y la pérdida de la vida feliz en que había vivido, hizo que la ocultara...". Declaró que pagó a Gaitán para que matara a su familia, llevando éste a cabo la ejecución, y que luego hirió gravemente a Loiza y mató a Gaitán, pero el Juez con las pruebas que tenía tampoco le creyó.
Al día siguiente, en una nueva declaración ante el Juez, Mateo declaró ser el único autor de los asesinatos, con el propósito de quedarse con las haciendas de sus hermanos. Al finalizar la declaración, el Juez levantó la incomunicación del detenido, ordenó la libertad de Santos Blando y Juan Gaitán (hijo), y le nombró como defensor al doctor Luis María Larrain, que se desempeñaba como Defensor de Pobres del Tribunal.
En el juicio, el Fiscal diría de esta declaración de Mateo: “su confesión de fs. 113 aparece prestada por el impulso de la voz de su conciencia” (…) Al prestar esa declaración el acusado revelaba en su aspecto una conciencia atormentada, de la cual quería desembarazarse a todo trance, y así lo demostraba con sus continuos sollozos y la abundancia de sus lágrimas”. Más tarde, asesorado por su abogado, Mateo Banks se retractaría de su confesión, alegando que la misma le había sido arrancada mediante tortura moral y física, y se declara inocente; versión que mantendría durante toda su vida.
Días antes de iniciado el juicio, Mateo recibió la visita del periodista Emilio Lazcano Tegui, de la revista de Caras y Caretas, y en la entrevista Mateo vuelve a declararse totalmente inocente de los crímenes que se le acusa.
También le firma al periodista un autógrafo, que reproducimos junto a la foto.


    Mateo Banks firmando el autógrafo al periodista de Caras y Caretas.
  
El autógrafo dice:
Espero el día de mi juicio oral con toda tranquilidad como hombre honrado toda mi vida. Y en este triste suceso he llevado durante 10 meses una cruz cargada con el odio y maldiciones de la civilización entera. A pesar de que soy inocente de los horribles crímenes que me acusan, y espero con toda tranquilidad y fe en mi defensor, Dr. Larrain, en la bondad de Dios y en la Justicia de los Jueces.

El 12 de marzo de 1923 comenzó el juicio oral en Azul, en las instalaciones del Club Social. Esta modalidad se había instalado en la Provincia de Buenos Aires en 1915 a partir de la Reforma del Código de Procedimiento Penal.
Cuentan que al ingresar Mateo, el público que estaba en la calle quiso lincharlo.
Los azuleños bautizarían a Mateo con el apodo de Mateocho, nombre que dio origen al tango Don Maté8, de Domingo Cristino y José Ponzio.

                                                    Portada de la partitura del tango

Un verso del tango dice:


Don Mateo, Don Mateo
El coloso criminal
Por su excelente puntería
Se hizo un hombre popular,
Asesinando a su familia
Y a dos extraños más.


En los intervalos del juicio llevado a cabo, Mateo firmó autógrafos y en un careo con las niñas Anita Banks y María Ercilla Gaitan, éstas, al verlo, irrumpieron en sollozos y contaron que Mateo aquella noche anduvo a los tiros, a lo que Mateo les contestó: “Bah, son cosas de chicas”. Un autor14 de la historia de Mateo Banks argumenta, que no asesinó a las dos chicas porque la madre de Anita Banks estaba viva, aunque internada en el Hospital Nacional de Alienados de Buenos Aires, y por tal motivo Mateo no podía heredar la parte de Dionisio, y en el caso de María Ercilla Gaitán, porque no hubiera sido creíble su coartada de acusar al padre de ser el autor de la matanza, pues resultaría muy difícil que le creyeran que el mismo padre la hubiera matado.
Con mucha ansiedad una multitud aguardaba el veredicto, luego de deliberar durante cinco horas, el Tribunal, compuesto por Lisandro Salas como presidente y los vocales doctores Armando Pessagno y Adbón Bravo Almoacid, condenó a Mateo Banks a prisión perpetua.
Su abogado, el Defensor de Oficio Luis Larraín, interpuso recurso de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia, y el 7 de diciembre de 1923 el máximo tribunal provincial declaró nulo el juicio oral por haber omitido la lectura de las diligencias sumariales, ordenando que se realizara un nuevo proceso.
En esta nueva instancia que se llevó a cabo en la ciudad de La Plata, lo defendió el doctor Antonio Palacio Zino, pintoresco abogado pero muy inteligente, había sido canillita, eficaz cronista deportivo y después de recibirse de abogado, siguió estudiando medicina y estaba por recibirse con un segundo título cuando murió.
Cuando el Tribunal pasó a deliberar, el abogado le entregó dos pastillas a Banks, diciéndole vamos a dar un golpe teatral. Ud. tome estas pastillas que son inofensivas y grite diciendo que se mata porque los jueces lo condenan injustamente, pero Mateo no se animó a tomarlas 15
Finalmente, la Cámara Tercera de Apelación en lo Criminal de La Plata confirmó la sentencia, que tendría que cumplir en la cárcel de Ushuaia.
En 1924 fue trasladado a la cárcel de Ushuaia, su única compañía era un crucifijo, casi no tenía trato con los demás internos, quienes le habían puesto el mote de “escopetita”.

                                              Mateo Banks en la Cárcel de Ushuaia

En 1942, Mateo salió en libertad después de pasar 19 años en prisión. La pena le fue conmutada y reducida a su expreso pedido, considerando su excelente comportamiento.
Intentó volver a Azul y se lo vio en Olavarría donde fue a visitar a su esposa e hijos, y en ambos lugares sintió que la gente lo despreciaba. Su esposa había ya solicitado la anulación del matrimonio, y sus hijos habían cambiado su apellido paterno por el de su madre. Se fue entonces a vivir a Buenos Aires, conviviendo un tiempo con uno de sus hijos. Después se mudó a una pensión en el barrio de Flores. Trabajaba como corredor de comercio y se había cambiado el nombre por el de Eduardo Morgan. En 1949, mientras se bañaba, resbaló y cayó de nuca contra la bañera, muriendo en el acto. Tenía 77 años.
                                      

 Casa de Mateo Banks, en la calle Necochea Nº 773, en su estado actual. Foto de H. Alfonso.


  En 1923, ingresó a la cárcel Daniel Florindo Urteaga, condenado por asesinar a tres mujeres. De Guatraché, provincia de La Pampa, Urteaga era en el pueblo un reconocido domador de caballos.
En la oscuridad, a sus víctimas las atrapaba con el lazo y las arrastraba hasta su rancho donde las violaba y luego las estrangulaba. Así asesinó a una enfermera de 52 años, a una empleada doméstica de 18 años y por último a una mujer de 65 años.
Pero al final de cada asesinato, le agregaba una acción macabra: les abría el vientre con el facón y les extraía el útero. Luego, lo cocinaba a las brasas y se lo comía. Urteaga, condenado a prisión perpetua, terminó sus días en la cárcel de Sierra Chica.
En junio de 1927, el interno Mauricio Davidovich logró fugarse de la cárcel.
A mediados de 1926 había sido condenado por ser uno de los integrantes del asalto al Banco de la Provincia de Buenos Aires, sucursal San Martín.
El asalto fue cometido el 18 de enero de 1926, por un grupo de anarquistas llegados de España, contando con el apoyo de otros anarquistas locales, con la finalidad de recaudar fondos destinados a combatir a la monarquía española. Integraban la banda los españoles Francisco Ascaso, Gregorio Jover y Buenaventura Durruti. En el asalto al banco provocaron la muerte del empleado Rafael Ruiz y graves heridas a Héctor Gorrini.
Se llevaron un botín de $ 84.065, dinero que jamás fue recuperado. La policía no logró detenerlos y pudieron llegar a Uruguay donde, con pasaportes falsos, lograron viajar a Europa; detenidos en Francia, poco después fueron dejados en libertad por presiones políticas y de los sindicatos, a pesar del pedido de extradición solicitado por la Argentina.
Mauricio Davidovich, apodado “El Rusito”, fue pronto detenido en el barrio de Palermo, acusado de oficiar de chofer. En el juicio oral realizado en La Plata lo defendió el doctor Palacio Zino, quien, no solo probó su inocencia, sino que hizo un verdadero proceso a la policía, demostrando que torturaban a los detenidos. Sin embargo, fue condenado a 12 años de prisión a cumplir en Sierra Chica.
Al año, Davidovich se fuga de la cárcel saltando desde uno de los muros.
En la caída al otro lado, se fisura la cadera. Pese a todo, logra levantarse y correr para subirse a un tren de cargas que pasaba por la cercanía del penal. Luego se arroja del tren en movimiento, bajo una intensa lluvia, y se esconde entre los pajonales.
Por unos días logró evadir la persecución, mojado, herido y pasando hambre y frio, finalmente fue atrapado en San Vicente y devuelto al penal.
Tiempo después, el Gobierno provincial lo indultó.

El domingo 29 de julio de 1934, a las 9 y 30 se inauguró la capilla del penal, contando con la presencia del gobernador Martínez de Hoz y monseñor Chimento. Siendo las madrinas de la ceremonia, la señora del gobernador y la señora del director del penal Borthagaray.


Capilla del penal. Foto del A.G.N.

El 5 de abril de 1941, se produciría en el interior de la cárcel un hecho sangriento, que provocaría una gran conmoción en el penal y en la opinión pública.
El preso Sebastián Antón y Martínez, español de 23 años, había ingresado a Sierra Chica el 24 de abril de 1939, y purgaba una condena de 8 años por homicidio. Había dado muerte a su patrón en la localidad de Lincoln el 4 de marzo de 1938.
Alrededor de las 7 de la mañana del día 5, Antón y Martínez, que trabajaba como peón en el jardín del Director, se dirigió al depósito de la leñera, donde se encontraba trabajando el interno José Vázquez, tomó un hacha del lugar, y sin pronunciar palabra se acercó a Vázquez que se encontraba cortando un tronco, y le asestó varios hachazos produciéndole heridas de tal gravedad, que le ocasionaron la muerte.
Desde allí caminó hasta la casa del Director del penal, que ese día se encontraba solo porque su señora e hijo estaban en Buenos Aires, ingresó a la vivienda por la puerta que estaba abierta para que el personal retirara la correspondencia, se dirigió a la habitación del Director y lo atacó con el hacha. Sorprendido por la agresión, intentó defenderse con una máquina de escribir delante, pero el esfuerzo por salvar su vida fue en vano, y el Director terminó con el cráneo destruido por el ataque. Antón cubrió el cuerpo de la víctima con el colchón y la ropa de cama, salió de la casa desarmado, saltó la cerca de ligustro, y corriendo por la calle principal del poblado, gritaba: ¡Soy un asesino, pero no un mal hombre!. Los gritos alertaron al guardia Eberardo Alday, quien salió tras él, mientras que en el penal se activaba la sirena y los internos se agolpaban para el recuento.
Mientras tanto, Guillermo De Andreiss, conductor de un auto de la Dirección de Puentes y Caminos, advertido por los gritos del encargado del Telégrafo provincial, subió al guardia Alday e iniciaron juntos la persecución. Le dieron alcance al preso, y éste subió al pescante del auto tratando a manotazos bajar al conductor, quien, en una brusca maniobra, logró hacerlo caer. El auto frenó, el guardia Alday se bajó, y con su carabina máuser le disparó a Antón; la bala entró directo en el corazón dándole muerte instantáneamente.
El interno José Vázquez, español, soltero, había ingresado a Sierra Chica el 22 de mayo de 1938, condenado a 20 años de reclusión por homicidio en la persona de su novia, crimen cometido en la localidad de San Pedro.
El director Adrián Borthagaray, había nacido en Paysandú, Uruguay, el 6 de febrero de 1887. En 1915 se radicó en Olavarría, anteriormente había trabajado de ecónomo en la Escuela de Agricultura de Buenos Aires. En 1918, instaló por su cuenta una fábrica de productos lácteos, y poco después se desempeñó como encargado en una importante estancia. En 1925 se casó con una dama de la alta sociedad olavarriense, dueña de empresas de cal y granito en Sierras Bayas, de cuya unión nacería su único hijo.
En octubre de 1930 es designado director del penal. Se lo recuerda como un hacedor empeñado en mejorar la situación del penal y los presos. En el período que le tocó ser el Director, impuso las duchas calientes para los presos, llevó adelante la construcción de una capilla, la ampliación del pabellón de enfermería, una fábrica de fideos y varios talleres de manualidades. Además, había impuesto la costumbre de pasar música seleccionada algunas horas del día en el penal. Miembro del Partido Demócrata Nacional, integraba la Comisión Pro Obra de Don Bosco para un Colegio de Oficios. Tenía la edad de 54 años cuando fue asesinado.
Los motivos del ataque realizado por el preso Antón, que circularon días después por la cárcel y el poblado, fueron dos: una versión dice que Borthagaray le reprochaba continuamente a Antón su hábito de masturbarse en público, y la otra es que había una supuesta relación homosexual en la que también estaba involucrado Vázquez.
                                          Casa del Director del penal. Foto A.G.N.

                                             

                                                   Adrián Borthagaray


  Tres meses después se produciría otro hecho de sangre en el interior de la cárcel, que tendría como actor principal del hecho al antes mencionado guardia Alday. El 14 de julio el guardia se presentó tarde a su trabajo, y el capitán de guardiacárceles José Ferreyra le impuso un arresto disciplinario de veinticuatro horas. La medida alteró mucho a Alday, quien registraba antecedentes de violencia y disciplinarios. Al rato de estar encerrado solicitó permiso para salir con el pretexto de ver a su señora que se encontraba enferma. Fue hasta su casa, que estaba ubicada cerca de la cárcel, y regresó al penal portando un revólver calibre 38, con el que mató a quemarropa a Ferreyra.
Alday fue sumariado, luego condenado y recluido en la misma cárcel donde paradójicamente había prestado servicio.
Tiempo después, una vecina del pueblo y un jubilado del penal nos brindarían sus recuerdos de los trágicos hechos de 1941 en el diario local El Popular.
La vecina cuenta: “Papá era empleado administrativo en la Unidad y vivíamos enfrente de la guardia de ingreso, haciendo cruz con la casa del Director.
Era una mañana fresca con un poco de niebla o más bien un vapor que después se disipó. Desde 1923 había macadam; fue un gran adelanto para Sierra, aunque sólo una calle lo tenía. Empezó a sonar la sirena y los perros ladraban; enseguida sonaron tiros; salimos todos a esa calle y en un momento todo había terminado y vimos sangre, los cadáveres, justo cuando llegaba el micro de Olavarría con los empleados. Yo fui al entierro del muchacho que había matado a los otros, que fue en el cementerio de Hinojo (es un cementerio de campo en un cruce de caminos). Al Director lo enterraron en Olavarría, fue un acontecimiento social; al otro pobre; no sé”16 .
“Las baldosas blancas y negras en damero, donde había estado el cuerpo del Director, quedaron manchadas con la forma del cuerpo y no pudieron limpiarlos del todo ¡ni con lavandina ni con nada!. Al final las cambiaron y la casa se dejó para los huéspedes, total los que venían de La Plata dormían con los fantasmas y ni se enteraban. La casa del Director pasó a ser la de al lado, la misma de ahora.
La otra está casi igual, con las torretas y las ventanas verde claro, pero el telégrafo de la Provincia ya no está al lado y la leñera no se usa”.
El jubilado del penal contó: “Cuando entré a trabajar en el penal, en 1943, vi que todos se santiguaban cuando pasaban por la esquina de los chalets, y que trataban de pasar antes de que fuera de noche. Después supe bien toda la historia y conocí por adentro la casa de huéspedes y la piecita del jardín, con visillos de crochet, todo muy lindo, donde lo habían muerto al director. Decían que había fantasmas, pero no ahí sino en la piecita de arriba, en una torrecita. La verdad es que nunca vi nada raro.”






1 En el expediente dice que nació en Azul, pero en el acta de bautismo de su hija, Rufina declara que María Petrona nació en Buenos Aires.
2 Periódico El Cronista de septiembre de 1888.
3 Periódico El Cronista de septiembre de 1888.
4 Diario El Mosquito  del 5 de agosto de 1888.
5 Diario El Mosquito del 5 de agosto de 1888.
6 Diario La Protesta de febrero de 1906.
7 Revista Criminología Moderna – Nota de Pietro Gori
8 Revista Criminología Moderna – Nota de Pietro Gori
9 Revista Criminología Moderna – Nota de Pietro Gori
10 Revista Criminología Moderna – Nota de Pietro Gori
12 Hohl, Hugo, Crimen y Status Social, pág. 32.
13  Lic. Carlos Sorá, El Caso Banks en la fuente judicial. 100° Aniversario Departamento Judicial de Azul.
14 Hohl, Hugo, Crimen y Status Social, pág. 65
15 El Hampa Porteña, Gustavo Germán González, pág.28
16 Revista Todo es Historia, Sierra Chica: sangre, sudor y piedra, Aurora Alonso Rocha Campos

Bibliografía
Anuario del Diario La Democracia -1929
Anuario del Diario El Popular -1929
Anuario del Diario El Popular -1935
Aurora Alonso. Revista Todo es Historia Nº237
Diario La Protesta de febrero de 1906.
Gustavo Germán González. El Hampa Porteña 1
Gustavo Germán González. El Hampa Porteña 2
Hugo Alberto Hohl. Crimen y Status Social
Memoria del Departamento de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires Años 1883-1884
Revista Nº 1 – Archivo Histórico Municipal de Olavarría.
Revista Caras y Caretas del 17 de marzo de 1923.
Revista Caras y Caretas del 21 de junio de 1924.
Revista Criminología Moderna Números 6, 7, 8, 9 – Año 1899.
L. Carlos Sorá. El caso Banks en la fuente judicial
Diego M. Zigiotto. Buenos Aires Misteriosa 2.



No hay comentarios:

Publicar un comentario