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jueves, 28 de mayo de 2020

El cura Pedro Castro Rodríguez y la primera iglesia de Olavarría
Autor:   Cr. Adolfo Hipólito Santa María 



La primera iglesia de Olavarría se encontraba frente a la plaza, donde hoy funciona el Teatro Municipal. Construida por Pedro Pourtalé, recibía de la municipalidad un alquiler mensual en compensación por la inversión realizada. Fue inaugurada el 19 de mayo de 1882; y el  7 de julio de 1882, monseñor León Federico  Aneiros nombró primer capellán al cura Pedro Castro Rodríguez. La primera fe de bautismo fue otorgada el 18 de julio de 1882. Una vez que se instaló en la recién inaugurada primera iglesia de Olavarría, rápidamente se ganó la estima y el respecto de la gente del pueblo. Participó activamente en entidades y proyectos de bien público, fue uno de los fundadores y el primer presidente de la Sociedad Española de Socorros Mutuos de Olavarría, administrador del hospital provisorio establecido frente al Colegio del Rosario, primer cónsul del Consulado de España en Olavarría   y miembro del Consejo Escolar.
En la transición del  5 al 6 de junio de 1888, el cura  Pedro Castro Rodríguez cometería un doble crimen en la casa parroquial, que al descubrirse el hecho provocaría una gran conmoción en el pueblo de Olavarría. 

 El cura Castro Rodríguez y la primera iglesia de Olavarría, donde hoy se encuentra el Teatro Municipal. Foto del año 1901 del A.H.M.O.




Interior de la iglesia según el diario el Mosquito 

  El cura había nacido en La Coruña, España, en 1844. Allí se ordenó muy joven como sacerdote, y poco después fue enviado por su congregación a Uruguay.
  En el vecino país renunció a la fe católica y adoptó la anglicana, y a los 25 años se afincó en Buenos Aires, donde adhirió a la fe protestante.
  En 1871 conoce en Buenos Aires a Rufina Padín, quien era hija de Estanislao Padin y  Dorotea Chiclana y había nacido en 1847. De profesión costurera y de religión católica, como declara ser cuando bautiza a su hija María Petrona.
  El 10 de noviembre de 1873, Pedro se casó con Rufina en una Iglesia metodista. En el barrio de la Boca, para poder vivir, puso con la ayuda de su esposa una escuelita primaria que tuvo una vida efímera.    
   Por un tiempo perteneció a la secta fundada por Castro Boero, y al retirarse de ésta, vivió con Rufina en el pueblo de Ranchos haciendo tareas rurales. En 1875, agobiado por su pésima situación económica, solicitó una entrevista con el cura párroco de Nuestra Señora de La Merced, Mariano Antonio Espinosa, donde le contó de su difícil situación y le solicitó ser nuevamente admitido en la Iglesia católica.
  A pesar de su apostasía, Espinosa decidió darle entonces una nueva oportunidad, le envió a la Casa de Ejercicios Espirituales y terminó rehabilitándolo como sacerdote católico. En 1877 fue enviado como teniente cura a la ciudad de Azul.  
  El estado clerical no fue un impedimento al sacerdote para ser padre. El 24 julio de 1878 nació en Azul1 su hija María Petrona, bautizada en Buenos Aires el 14 de octubre de 1882 como hija natural de Rufina.
 El sacerdote convivía discretamente con Rufina sin despertar sospechas entre los azuleños,  y la  situación se prolongó por un corto tiempo. Para evitar problemas y con la promesa que las visitaría, convenció a su mujer y a su hija de que se trasladaran a Buenos Aires.
  El 28 de julio de 1888, el sacristán de la parroquia, Ernesto Perín, se presentó en el Departamento de Policía de La Plata solicitando hacer una denuncia, donde fue atendido por el comisario Carlos Costa. 
  La historia comenzó el 5 de junio, a las 17 y 30 horas, cuando el sacristán Ernesto Perín  recibió a Rufina y María Petrona en la estación de trenes de Olavarría con la orden de llevarlas a la casa parroquial. En el recorrido las mujeres le ocultaron su parentesco con Castro y le contaron al sacristán que su plan era radicarse en la ciudad.
  

 Rufina Padin y María Petrona.  Dibujo en diario El Mosquito

  Madre e hija no ocultaron su alegría al ver al cura Castro, y esperaron que se fuera Ernesto Perín, quien fue el encargado de servirles la cena, para comunicarle al cura, entre llantos y abrazos, la decisión de quedarse con él para siempre. El Agente Fiscal Dr. Varela, en la acusación a Castro, de acuerdo a lo declarado por el acusado, diría:  
  Que enseguida de cenar se retiraron al cuarto dormitorio que comunica con el despacho; que habiendo exigido la mujer Padín que a la fuerza quería quedarse allí y que no saldría de la casa aunque él la despidiera, tuvieron un cambio fuerte de palabras por lo que el exponente exasperado y viendo que la situación afligente en que lo ponía esta mujer, a la que había servido siempre de la mejor voluntad, a pesar de haberle probado por varias veces su mala conducta, y considerando en toda forma imposible la permanencia de esta mujer en su casa y encontrándose enteramente exasperado por esta misma causa, resolvió deshacerse de ella. (...) Que antes de ahora no había pensado deshacerse de su mujer porque no le estorbaba; que por el contrario, le escribía con frecuencia y la socorría con dinero y la hacía depositaria de sus economías. Que el suceso ha tenido como causa determinante el altercado de esa noche”.
  Muy enojado por el pedido de Rufina, Castro decidió salir de la casa, caminó un rato mientras se le ocurría como deshacerse de su mujer, cruzó la calle y se dirigió hacia la Botica del Siglo de Ventura Esteves, que se encontraba sobre la misma calle de la iglesia, entre la calle Belgrano y Dorrego (donde hoy hay una farmacia)entró a la farmacia, y paseándose un momento por allí, esperó que no lo viese nadie y sustrajo un frasco de atropina, un potente veneno. De vuelta a la casa parroquial, encontró que la mujer estaba todavía enojada, preguntándole si había salido a alguna cita amorosa, y le contesto que no: a lo que he ido es a traer polvos de Tilo para calmar los nervios.
   


Enseguida les indicó que se acostaranRufina lo haría en su cama, María Petrona en un sofá, y él se acostaría en la pieza contigua en un colchón en el suelo.
  “Momentos después tomó un pedazo de pan, y sacándole la miga, puso dentro de ésta y bien cubierta, una cantidad de polvos de atropina, diciéndole toma esto que te calmará los nervios y se lo hizo tragar dándole agua por repetidas veces”.
 Los efectos del veneno no se hicieron esperar, produciéndole a Rufina una gran excitación mezclada de gritos y movimientos violentos. Varias veces quiso sujetarla en la cama, pero viendo que los gritos seguían y alarmado ya por el miedo a ser escuchado, tomó un martillo y dándole varios golpes en la cabeza le dio muerte y la tendió a sus pies.
   
 Escena ultimando a su esposa


 Los gritos de su madre despertaron a la niña María Petrona, que al ver  la terrible  escena intentó escapar, pero su padre la sujetó con fuerza entre sus brazos, le abrió la boca en medio de los gritos y llantos de su aterrada hija, y le hizo tragar el veneno directamente del frasco. Luego la oprimió fuertemente contra su pecho por un largo tiempo, hasta que exhaló su último aliento.

 En la mañana, dispuesto a buscar la forma de deshacerse de los cadáveres con visos legales, escribió una carta  y se dirigió a la casa del Dr. Guitarte en busca de un certificado de defunción, pero no lo encontró en su domicilio. Intentó lo mismo con el Dr. Madrazo, a quien tampoco pudo hallar.
  Resolvió ir a la municipalidad, donde habiéndole leído la carta al empleado Manuel Hartenfels, le contó que en el tren de la noche llegaría un cadáver cuya sepultura se le había encargado. Por último, en la carta, también se le solicitaba que efectuara un responso. Así fue como consiguió un certificado de defunción.
  Con el certificado que le hacía falta, se trasladó a la casa del carpintero y, con la misma argucia de la carta, pidió que le hiciera para esa misma noche un cajón, recomendándole que este fuera bastante grande, pues se trataba de poner a una persona muy gruesa y el cadáver estaba descompuesto. El cajón fue dejado por el carpintero en la iglesia cuando él no estaba, y para poder hacerlo el cura le dijo que le dejaba la puerta de la iglesia sin llave.
   El cura regresó de noche a la iglesia, llevó el cajón hasta el altar, y luego se dirigió al dormitorio a buscar los cuerpos. No tuvo fuerza para cargar el cuerpo inerte de Rufina, por lo que fue necesario arrastrarlo, y al hacerlo se dio cuenta que seguía manando  sangre de su cabeza, así que decidió envolver la cabeza con una toalla. Metió el cuerpo en el cajón y regresó al dormitorio por el cuerpo de su hija.
  
   Escena arrastrando el cuerpo de Rufina

Aun siendo el féretro más grande, los cuerpos no cabían fácil en el espacio disponible, y al tener que cerrar la tapa lo hizo con tanta fuerza que sin que lo advirtiera, porque se alumbraba con la luz de una vela,  gotas de sangre quedaron en el cajón y en el suelo.

  Escena metiendo en el cajón el cuerpo de María Petrona

 En la mañana solicitó un servicio fúnebre utilizando la misma historia del cuerpo que recibiría enviado por tren. Al retirar los empleados de la cochería el ataúd, notaron las manchas de sangre que se desprendían del cajón, dato que declararían tiempo después.
  El cortejo partió hacia el cementerio, un carruaje llevaba el cajón y en otro iba el cura.  Castro presenció la escena a distancia y se retiró una vez echada la última palada de tierra.
 Al regresar a la casa parroquial procedió a lavar lo mejor que pudo las manchas de sangre que habían quedado en el piso. Lavó también la toalla que había servido para cubrir la cabeza de Rufina,  y echó a la letrina los trapos y papeles que había utilizado para limpiar las manchas de sangre. A la mañana siguiente se presentó en la iglesia su ayudante, el sacristán Perín. Las manchas que éste vio en el piso de la iglesia, la desaparición de esas dos mujeres a las que había recogido en la estación y servido la cena, y el misterioso entierro le despertaron sospechas. Es entonces cuando decidió interpelar al cura por lo que había visto,  éste le respondió de forma violenta y con evasivas, provocando que Perín renunciara a su servicio a pesar de que Castro trató de disuadirlo por su aptitud.

  El comisario Costa le creyó al sacristán, y después de realizar algunas averiguaciones entre los conocidos y parientes de las víctimas sobre su paradero, tomó la decisión de viajar inmediatamente a Olavarría acompañado del Dr. Aravena y el Comisario Massot.



                                                  Comisario Carlos Costa

 En el trayecto decidió entonces telegrafiar a la comisaria de Olavarría, para que detuvieran al sacerdote. La orden se cumplió de inmediato, y el cura fue trasladado a la comisaría local.
  Al llegar a Olavarría el Jefe de Policía se dirigió a la comisaría y comenzó con el interrogatorio. Le pidió al cura que le explicara la desaparición de Rufina en su propia casa. El cura contestó que había muerto de una enfermedad crónica del corazón que padecía, habiéndole dado un ataque en la noche de su llegada. ¿Y su hija Petrona?- agregó Costa. También murió de la misma enfermedadcontestó sencillamente el cura.  
  Por más esfuerzo que puso Costa en el interrogatorio para que el cura confesara los crímenes, éste negó los hechos de los que se le acusaban. A las tres de la tarde se procedió a la exhumación de los cadáveres, en el cementerio se encontraban el Juez de Paz Dávila y los doctores Aravena, Madrazo, y médico local Ángel Pintos.  El Jefe de Policía presenciaba desde cierta distancia, teniendo a su lado al cura Castro. El desentierro, haciéndose con cuidado para sacar los restos en el mejor estado posible, duró un tiempo considerable. Mientras se realizaba la exhumación, el Jefe de Policía, con los datos que tenía presionaba al cura una y otra vez con preguntas. En el momento en el  que levantaban el ataúd le dijo al cura con acento enérgico: ¡Si Ud. se obstina en negarme el hecho, me pondrá Ud. en el caso de llevarlo a presenciar el horrible espectáculo de la exhumación de los cadáveres corrompidos de sus víctimas!
  

    Escena del desentierro de los cuerpos

La amenaza debió surtir efecto en la conciencia del cura Castro, pues contestó conmovido: –¡Le pido me exima de ver el espectáculo, pues estoy pronto a declarar toda la verdad!. 
Aún después de confesar su crimen al Jefe de Policía, se resistió a entregar el martillo que usó para ultimar a su mujer. Contestaba con evasivas o no contestaba a las preguntas que se le hacían sobre el sitio en que ocultaba la herramienta. En un momento, el Jefe de Policía observó que al cura le preocupaba muy especialmente un rollo de cartas que le habían secuestrado, y se le ocurrió ofrecerle inutilizarlas en cambio de su declaración del paradero del martillo. -Bueno, señor- contestó el cura -traiga las cartas, quemémoslas aquí, y mande por el martillo que está depositado bajo el busto de San José que se destaca en el Altar Mayor de la iglesia-. En efecto, ahí estaba el martillo, y en seguida se quemaron las cartas una a una por mano del mismo cura sirviéndose de la llama de una vela. 
Esas cartas eran cartas de amor que comprometían al cura Castro con una señora casada de la campaña. Mientras tanto, el frasco que contenía el veneno fue encontrado por José Grigera en el terreno contiguo a la iglesia, después que el comisario Massot le dijo al cura, que si no le decía el lugar lo acusaría también por haber querido sobornarlo ofreciéndole 20.000 pesos para que dejara sin efecto la acusación. 
En la sucursal del Banco de la Provincia en Azul, el cura tenía un depósito de 24.000 pesos, que según declaró, provenía de un giro que recibió el 30 de mayo de Buenos Aires, enviado por su señora Rufina Padín, quien lo tenía por orden del declarante en depósito; y además que proveyó siempre a la subsistencia de Rufina y a la educación de su hija María Petrona con una suma mensual de ciento diez pesos. 
En el período de casi dos meses que estuvo en libertad después de los asesinatos, el cura Castro Rodríguez siguió celebrando misas y casamientos, bautizaba, confesaba a los feligreses y daba absoluciones. Vecinos contarían que vieron un cambio de ánimo en el cura, incluso algunos que lo vieron llorar, y cuando le preguntaban por qué estaba triste les decía que había fallecido su madre en su España natal justo cuando pensaba visitarla.
A las cuatro de la tarde del 30 de julio de 1888, salió de la estación de trenes de Olavarría el Jefe de Policía, el Comisario Inspector Massot y el Dr. Aravena llevando al cura a La Plata. 
Antes de subirlo en el tren hacia La Plata, el Jefe de Policía le hizo quitar a Castro Rodríguez el hábito eclesiástico y lo obligó a vestirse con ropa sacado de un baúl. 
En la estación, el cura fue objeto de manifestaciones de indignación que se fueron repitiendo en la estaciones de tránsito hacia La Plata. 
Vestía, para la tarea de sustraerlo de las miradas, un sobretodo de color café oscuro, un sombrero chambergo cuyas alas gachas se dividían y un poncho echado al cuello. 
En Azul no bastaron las fuerzas de la policía para contener la concurrencia que ocupaba la estación, ansiosa de abalanzarse sobre el criminal. En su impotencia pedía la gente a grandes voces: ¡que lo ahorquen, que le quemen, que le fusilen! 
El caso del cura asesino tuvo una gran repercusión en el pueblo de Olavarría y también a nivel nacional. Esto hizo que un ministro anglicano, el reverendo Thompson, se presentara a la policía aportando algunos detalles sobre la vida anterior de Castro Rodríguez. Declaró que en 1870 se encontraba en un hotel de Montevideo, cuando se presentó un sacerdote católico manifestándole que deseaba ingresar a la Iglesia anglicana. Le aceptó la propuesta y lo invitó entonces a viajar a Buenos Aires con él. Allí lo alojó junto a un canónigo español, de apellido Real, que también había dejado el catolicismo poco tiempo antes y estaba tomando remedios porque se encontraba enfermo. A los pocos días de tener de compañero a Castro, Real le avisó a Thompson que se sentía mal y que había notado un sabor extraño en su bebida. 
Convencido Thompson que algo raro pasaba, envió entonces a analizar el contenido de la botella al boticario Pedro Murray, y analizado el líquido éste determinó que tenía una porción de un potente veneno. Ante esta revelación hizo la denuncia policial, pero el comisario se rehusó a intervenir. La decisión de Thompson fue la de expulsar a Castro Rodríguez, y no tuvo más noticias de él hasta la difusión del caso de Olavarría.
  Para Castro Rodríguez fue pedida la pena de muerte por fusilamiento (recordemos que recién en 1922 fue suprimida). Apelada la sentencia se lo condenó a prisión perpetua, pena que cumplió en la cárcel de Sierra Chica hasta su muerte en 1893.  Estaba alojado en la celda Nº 13, casualmente el mismo número que indicaba la sepultura donde fueron enterradas, en el cementerio de Olavarría, su esposa y su hija.      
  Pasaba la mayor parte del tiempo en su celda, tejiendo en seda o en hilo o leyendo. El resto de los internos lo respetaba mucho por los consejos que les daba para intentar alejarlos del mal camino. Llevaba preso unos pocos años, cuando Castro Rodríguez y su compañero de celda intentaron fugarse de la prisión. Alberto Ghiraldo,  nos cuenta en una de sus crónicas de Historia de un viaje al presidio de Sierra Chica, los hechos de esta manera: “Dicho compañero de celda era un presidiario en cuya mente habían penetrado las sombras. Una locura melancólica había hecho presa de este desgraciado y cuya manía más persistente la constituía una negación continua a tomar alimentos de ninguna clase. Al fin el caso llegó a un estado desesperante: la anorexia se apoderó de su cuerpo, temiéndose, por último, una muerte ocasionada por inanición.
  Entonces, el fraile asesino tomó a aquel desdichado bajo su protección. ¡Fue un solícito amigo, le habló quién sabe de qué, tal vez de Dios! Y con empeño de curador físico y moral obtuvo una transformación en aquel trastornado(…). Desde ese instante el ex-maniático fue su compañero de celda. El cura Castro Rodríguez no había perdido su tiempo, desde ese día también el regenerado fue su cómplice” .
  Y una noche, un celador percib voces y ruidos en la celda número 13, y al mirar por la mirilla de observación los descubr sobre un andamio improvisado con las tarimas de las camas; a Castro, valiéndose de un pequeño instrumento fabricado con una cuchara, mientras que su compañero recibía en un lienzo la mezcla que caía del techo de la celda, toda la escena iluminada con una linterna de vidrio improvisada con un frasco lleno de aceite de un calentador portátil. Dos meses hacía que habían iniciado la tarea de practicar un agujero de medio metro de diámetro en el techo de la celda, por donde pensaban fugarse. Habían conseguido horadar dos centímetros, le faltaban ocho para terminarlo.   
   La iglesia se mantendría abierta unos años más en el mismo lugar,  a pesar de que al cura Bertolini le desagradaba mucho permanecer en la misma casa donde su antecesor Castro Rodríguez había cometido el horrendo crimen.  El 8 de julio de 1898, se inauguraría la nueva iglesia San José, en otro lugar frente a la misma plaza.  



 Firma del cura Pedro Castro Rodríguez.  Copia de una partida de defunción de la parroquia San José.
                           
Pocos después se rematarían los bienes del cura en la misma casa parroquial, un aviso publicado en un diario de la época, nos detalla los bienes .  



   El crimen del cura Castro Rodríguez también mereció la atención de los más destacados criminalistas de la época, los doctores Luis María Drago y Francisco Ramos Mejía, quienes lo visitaron en la prisión. Este último produjo, a pedido del Juez de la causa, un informe antropológico del acusado. La lectura de los informes nos permite descubrir la mentalidad de la época, influenciada por la doctrina positivista del crimen de Cesáreo Lombroso. En el informe lo describe de nariz larga y ligeramente encorvada, arcos superciliares extremadamente salientes, deprimida la frente, la apófisis zigomáticas bastantes pronunciadas, las orejas, simétricamente implantadas, carnosas y separadas de la cabeza.
El reconocido médico frenólogo salteño Dr. Benito Aranda, pidió la cabeza para someterla a mediciones y análisis. La cabeza, separada del tronco, fue enviada y conservada en formol y salgena.  



          Foto del cráneo de Castro Rodríguez, publicada en la revista Caras y Caretas

En la hoja Nº 12 del registro del cementerio viejo de Olavarría consta, que en el tablón 1º de la sección 2, sepultura Nº 13,  fueron enterradas Rufina Padín y María Petrona Rodríguez. El nombre de Rufina Padín fue registrado con tinta, y el de Petrona Rodríguez fue agregado después con lápiz. Si bien en el lugar indicado no hay referencias, presumimos, por no haber sido reutilizado el espacio, que los cuerpos de las victimas deberían estar todavía allí sepultados. 
                             

Registro de 1888.

  
                             Espacio donde estarían sepultados los cuerpos  de Rufina y María Petrona en el Cementerio Municipal de Olavarría. 



1-En el acta de bautismo dice que  María Petrona nació en Buenos Aires, como hija natural.  


                           Acta de bautismo de María Petrona 



FUENTES CONSULTADAS
La acusación del Agente Fiscal D. Varela
 Periódico El Cronista de septiembre de 1888.
 Diario El Mosquito  del 5 de agosto de 1888.
  Diario La Protesta.
 Revista Nº 1 – Archivo Histórico Municipal de Olavarría.
 Revista Caras y Caretas 
 Revista Criminología Moderna – Año 1899.
 Diego M. Zigiotto. Buenos Aires Misteriosa 2.